Con Alpha, Julia Ducournau regresa a Sitges convertida en una cineasta madura, más contenida pero igual de incisiva. Si Raw y Titane exploraban el cuerpo desde la mutación y la violencia, esta nueva obra propone una mirada más íntima: una adolescente marcada por una enfermedad que convierte su piel en una especie de mármol viviente, metáfora del miedo y del aislamiento. Lejos del efectismo, Ducournau construye un relato donde el horror se filtra como un virus emocional, invisible pero constante.
La película sigue a Alpha (interpretada por Mélissa Boros), una joven que vuelve del colegio con un tatuaje que despierta sospechas en su entorno. En un mundo donde la “piedrificación” es sinónimo de contagio y exclusión, su madre (Golshifteh Farahani) trata de mantener la normalidad, mientras un familiar cercano (Tahar Rahim) reabre heridas que nunca cicatrizaron. Ducournau utiliza este triángulo familiar para hablar de culpa, miedo y deseo reprimido, envolviendo la historia en una atmósfera febril que se adhiere a la piel del espectador.
El trabajo interpretativo es de una precisión admirable. Boros, prácticamente una revelación, dota a su personaje de una mezcla de fragilidad y desafío que trasciende lo físico. Farahani aporta una humanidad serena, sostenida en gestos pequeños, mientras Rahim encarna el caos moral: un hombre desgastado por su adicción y por la incapacidad de amar sin herir. La química entre los tres construye un retrato de familia contaminada por el miedo, donde la enfermedad se convierte en lenguaje y el cuerpo, en territorio de batalla.
En lo visual, Ducournau demuestra un control total del tono. La fotografía de Ruben Impens combina grises metálicos con destellos cálidos que aparecen como breves pulsos de esperanza. El montaje, pausado y respirado, refuerza esa sensación de contagio lento, mientras la banda sonora de Jim Williams —minimalista, basada en frecuencias y respiraciones— prolonga la tensión sin recurrir al sobresalto. El resultado es un universo sensorial donde cada sonido parece proceder del interior de un cuerpo en transformación.
Pero Alpha no está exenta de altibajos. Su apuesta por la sugerencia roza a veces el hermetismo: algunos pasajes del segundo acto se estiran sin necesidad, y ciertos símbolos —como la piel endurecida o la lluvia constante— se repiten hasta perder parte de su fuerza. La película invita a la reflexión, pero también exige una paciencia que no todos los espectadores estarán dispuestos a conceder. Esa ambición formal, sin embargo, es parte inseparable del lenguaje de Ducournau: el riesgo es su materia prima.
Donde el film triunfa con rotundidad es en su trasfondo simbólico. El mal que se propaga como rumor o sospecha funciona como espejo del miedo contemporáneo al contagio, a la diferencia, al cuerpo que no encaja. Ducournau vuelve a hablar de lo femenino, del control sobre el cuerpo y del precio de la pureza, pero con una sensibilidad más madura, más trágica que provocadora. Hay ecos del cine de Cronenberg, sí, pero también una melancolía que recuerda a la de Lynne Ramsay o Claire Denis.
En su conjunto, Alpha es una obra imperfecta pero profundamente viva. Puede frustrar por su ritmo o por su densidad simbólica, pero deja una huella física, tangible. Julia Ducournau firma una película que no busca complacer, sino contaminar: una fábula sobre la mutación, el miedo y la ternura como último refugio. En Sitges, ha dividido opiniones, pero también ha confirmado que su autora sigue siendo una de las pocas cineastas capaces de hacer del cuerpo una metáfora de lo que más tememos y más amamos.



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