Hay películas que llegan sin pedir permiso, que entran rugiendo y, cuando te quieres dar cuenta, ya te han pegado dos tiros de adrenalina en plena cara. Luger, ópera prima de Bruno Martín, es exactamente eso: un debut firme, con músculo y con una personalidad arrolladora. Martín no busca impresionar con fuegos artificiales, sino con control absoluto del tono y del ritmo, firmando una cinta que demuestra que el cine español de género puede ser tan contundente, gamberro y estilizado como el mejor thriller europeo de los 80… pero con alma de barrio y pulso del siglo XXI.
Desde el primer plano se percibe que Luger respira coherencia visual. Su universo industrial tiene textura, huele a gasolina y a tabaco barato. Todo respira una mitología muy nuestra: la del pícaro que sobrevive entre chapuzas, encargos y silencios. Esa mezcla convierte el entorno en un personaje más, un polígono donde la rutina se confunde con la violencia y la moral se mide en billetes arrugados.
En el centro del huracán, Mario Mayo y David Sainz forman una pareja que funciona como un reloj enloquecido. Tienen la química adecuada, la réplica afilada y el timing que se añora en tantas producciones actuales. Lo suyo recuerda a aquellas buddy movies ochenteras, pero aquí pasado por el filtro de la picaresca española: el sentido del humor es de calle, con ese ingenio que nace de la miseria y se ríe del desastre. Verlos discutir, improvisar o simplemente callar en medio del caos es un placer para quien añora el cine de colegas con alma.
Pero Luger no se limita a homenajear; actualiza el mito. En sus 90 minutos conviven la comedia negra, el thriller de acción y un retrato social de fondo que late sin necesidad de subrayados. Bruno Martín tiene claro que la mejor crítica social no se predica: se muestra. Cada golpe, cada decisión absurda, cada mirada perdida en medio del humo industrial nos habla de un país que sigue buscando salidas en callejones sin salida. Es un espejo deformado, pero honesto, del mundo real.
La película es también un viaje emocional, disfrazado de tiroteo. Porque entre tanto humor negro y violencia seca hay una melancolía que se cuela sin avisar. Rafa y Toni no son héroes ni villanos, son dos tipos que podrían ser cualquiera de nosotros si la vida nos hubiera empujado un par de calles más abajo. Esa tristeza de fondo —esa sensación de estar siempre a punto de perderlo todo— es lo que da hondura a una historia que, en otras manos, habría sido solo una gamberrada.
Visualmente, Luger es un festín. Martín juega con los colores fríos y los reflejos metálicos, con un montaje ágil y una cámara que nunca pierde el pulso. Hay ecos del cine quinqui de los 70 y 80, de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma, pero también del neo-noir moderno que puebla los festivales actuales. Es, al mismo tiempo, una carta de amor al pasado y una declaración de intenciones hacia el futuro. Y en ese equilibrio está su gran logro.
Por supuesto, es una película 100% festivalera y 150% Sitges. Tiene ritmo, estilo, irreverencia y esa mezcla perfecta de humor, sangre y reflexión que define el espíritu del festival. Si algo demuestra Luger es que en el cine español hay espacio para los géneros, para las historias sin complejos, para las voces que se atreven a mancharse las manos de grasa y pólvora.
En definitiva, Luger es una ópera prima con alma veterana: segura, visualmente potente y con un tono inconfundible. Bruno Martín no solo firma un debut brillante, sino que abre una nueva vía para el cine español de acción —una donde la honestidad, la suciedad y la emoción van de la mano. Una película que habla de perdedores con estilo, de violencia con ironía y de amistad en tiempos de ruina. Una película que, como la pistola que le da nombre, dispara con precisión… y deja huella.
.jpg)



No hay comentarios:
Publicar un comentario